ESTE ARTÍCULO LO ESCRIBÍ PARA
LA REVISTA DIGITAL MINATURA,
SE PUBLICÓ EN EL DOSSIER DEDICADO
A LA
INMORTALIDAD.
SIN COLORANTES NI CONSERVANTES
Los seres vivos desde siempre han
desarrollado maravillosas y sofisticadas técnicas de supervivencia. Es bueno,
más bien necesario que sea así. La teoría de la evolución lo admite concebido y
postulado como hecho incontestable. Importante perfeccionar dichas técnicas con
constancia y tesón, es vital fomentar la construcción de puentes que desde la
perseverancia favorezcan el proceso con el menor coste de vidas desparramadas
en el camino. Darwin era mucho Darwin, pertenecía al selecto grupo de los
elegidos; por eso pudo contarlo y demostrarlo.
El sueño más acariciado de todas las
culturas es y será la inmortalidad. Ocurre, sin embargo, que todo este
sobreesfuerzo en el que desgastamos muchas veces demasiadas energías y medios
se voltea y choca frontalmente contra nuestra integridad. Detrás de la bendita
y añorada inmortalidad echamos a correr creyendo liberarnos del lastre mortal inherente a todo ser vivo. Y se
hace como si de la panacea se tratara.
Me pregunto –y no es mi intención tirar por
tierra el esfuerzo bienintencionado de aquellos que se meten en esto buscando
la salvación de la humanidad- , cabe preguntarse digo, si en el hipotético e
improbable caso, obtenida la perpetuidad seguiríamos queriendo ser eternos o
por el contrario cambiaríamos de opinión ya que, lógicamente, todo el sistema
se nos volvería del revés, eso está claro. El camino hacia la inmortalidad
puede ser un arma de doble filo. Manipular la vida con intención de hallarla
puede arrojar desagradables sorpresas si
la cosa se va de las manos. El hipotético engendro puede ser
la extinción de la especie humana y con ella quién sabe, quizá la exterminación animal y vegetal, ya que
muchos de los hábitat y ecosistemas o el medio ambiente serían arrasados y
modificados. Alcanzada a muy corto plazo la superpoblación, el instinto animal
del hombre imperaría guiado de pulsiones. Los recursos naturales disponibles
serían potencialmente escasos, se agotarían en un margen de tiempo escaso. El
número de hijos –posiblemente ninguno- quedaría inmediatamente sujeto al
riguroso criterio de los gobernantes, bajo penalización judicial en caso de
incumplimiento. Ya existen países superpoblados cuyo estricto sistema es
archiconocido y comentado, desde que imponen un taxativo control de natalidad a
los ciudadanos residentes en él. En China se lleva a cabo para evitar más
nacimientos, en Alemania para fomentarlos. Recordemos que ya se imponen los
transgénicos y el engorde a marchas forzadas de animales destinados al consumo
humano por problemas de abastecimiento. Naciones Unidas alerta reiteradamente de la
masificación humana en el planeta y sus estragos, el aumento de la esperanza de
vida ha contribuido a ello, sin duda, eso sin llegar al dominio vitalicio de
todos los seres vivos. Y deja claro que crece la diferencia entre ricos y
pobres.
¿Sorpresivamente entonces, tal logro de vida
eterna terrenal no sería o podía ser más bien la mortalidad acelerada, el
exterminio de las especies? Parece de película o de libro, pero cuidadito, no
sería la primera vez que métodos artificiosos y forzados se voltean contra el
propio manipulador estallándole la criatura en la cara. El diseño de la
inmortalidad se presupone manipulador y contraproducente. La experiencia y las
escasas filtraciones que nos llegaron de ciertas clandestinas prácticas
llevadas a cabo en la segunda guerra mundial por ejemplo, con mujeres, hombres,
ancianos y una buena recua de niños - valgan la castración y esterilización a
modo de referencia- supuestamente destinadas a la investigación anatómica,
científica y médica orientada al progreso y avances en dichos campos, aunque
llevadas a cabo de forma salvaje utilizando rudimentarios métodos y hasta sin
anestesia deben alertarnos y concienciarnos de los estragos que puede acarrear maniobrar
con algo tan sagrado como es la vida. Se puede pensar que aquello sucedió así porque
era la guerra más atroz y cruenta de la que se tiene referencia, pero es que,
cuando las cosas se ponen extremadamente mal, es la guerra también; la guerra
no declarada. A saco.
La ciencia, la ética y la misma vida han de mirarse en el mismo espejo. La función es ergonómica. Portadora de un escepticismo que se acentúa con los años, hago un llamamiento a la cordura. Con el debido respeto que la cosa merece y toda la consideración del mundo hacia las personas fielmente entregadas lo digo. Lo que ha creado el hombre que no lo destruya el hombre. La cultura humana se ha construido paulatinamente, a fuego lento como los guisos de la abuela ha logrado la tribu evolucionar y hacerse a sí misma. No involucionemos ahora, por lo tanto, frenándola al pretender la imposible inmortalidad y sus consecuencias poderosamente agresivas. Cada vez que hablamos de clonación humana -la secta Raelian la persigue de noche y de día- , eterna juventud, vencer el envejecimiento y sus estragos, ser delgados y esbeltos porque los cánones sociales así lo dictaminan, burlar con métodos perniciosos a la enfermedad o perseguimos la perennidad y otras aberraciones asestamos en realidad un hachazo a nuestros orígenes y las infalibles técnicas evolutivas de supervivencia, que es el inestimable bagaje con el que la naturaleza supo obsequiarnos. Que la sensatez humana le gana el pulso a las fantasmagorías quiero pensar; a la clonación terapeútica y animal hubo que condicionarse, y menos mal. Alterando el ciclo vital de las especies, el desequilibrio biológico está servido. Mejor dejar discurrir las cosas por su cauce natural sabiamente marcado.
La inmortalidad no existe, por muchos que sean los chamanes brujos y artistas de bolsillo que la pendencien. Ni sus ineficaces conjuros ni sus espesos brebajes posibilitarán lo imposible. No va a existir ni se inventará ni podrá descubrirse nunca. Y va a ser así por los siglos de los siglos porque las sabias leyes de la Madre Naturaleza lo impiden. Declararle la guerra, por lo tanto, a la muerte es ocuparse de la destrucción del entorno, y eso equivale al autodestruimiento del ser que ostenta la hegemonía suprema que sobre él reina. Sin biosfera no hay biodiversidad y sin esta no hay evolución.
O mejor dicho, volviéndonos eternos en dos días el aforo planetario se desborda y eso si que es un problema problemón. Al menos en la especie humana habría que tomar medidas perentorias para frenar el imparable infesto de personas y sus estragos. Está claro: sería peor el remedio que la enfermedad. Ni todas las crisis de todos los países juntos ni los más altos índices de paro ni los recortes salariales o institucionales lo igualarían.
En el hipotético e improbable caso, alcanzada la inmortalidad estaríamos sin ningún lugar a dudas ante un dilema de magnitudes irresolubles. Por los cuatro puntos cardinales. No habría por donde cogerlo. ¿Cómo sobrevivir? ¿Por dónde empezar a paliar los estragos de un mundo que crece descontrolado a consecuencia de la manipulación técnica y camicace asociada a los seres vivos que lo integran, más exactamente del Ser Supremo que corona la tribu? Merece un serio planteamiento, contar hasta diez. Veamos si de verdad estamos buscando soluciones factibles a un bienestar humano, social y animal o estamos cavando nuestra propia tumba, si no será la nuestra una conducta temeraria. El caos desde luego, sin un estricto control de natalidad estaría servido. Ni la tercera guerra mundial ni la pena de muerte ni restaurar la inquisición ni la muerte accidental o los desastres naturales compensarían la balanza. El desequilibrio biológico sería irremediable. Por mucho que hubiera cáncer, sida o irrumpieran los cruzados. Nada. Ni creando formaciones de bárbaros matando a diestro y siniestro otra vez. Nada. Seguiríamos siendo muchos. Y es que los recursos naturales no darían más de sí. Gaia, agotada sería el infierno, el mismísimo infierno.
De las epidemias a las endemias y de ahí a las pandemias mundiales. Sin perder de ojo el canibalismo, claro, eso está ahí.
A este paso la vamos a tener que clonar a ella para tener repuesto. El hambre caminando con botas de siete leguas traería la violencia, la violencia la guerra y la guerra el crimen. La lista de estragos puede ser infinita. Destruido lo construido habría que construir lo destruido –si se puede-. Y eso, ¡ojo! no sería la inmortalidad sino la mortalidad torpe y obtusamente acelerada. Algo hemos hecho mal, diría más de uno. Demasiado tarde. La impronta humana en el planeta Tierra es indeleble, No empeoremos las cosas arrojando piedras a nuestro propio tejado. Aconsejable es centrar el distintivo de seres inteligentes en la posible empresa de no volverlo inhabitable acogidos al desarrollo sostenible. Existen en el mundo miles, millones de cuestiones reales y perentorias en lista de espera. Algunas, es cierto –el hambre sin ir más lejos- no admiten demora. El principio de conservación ha de presidir el centro neurálgico de nuestra imaginación, edificar la zona cero de nuestro cerebro. Pensemos algo más participativos en reciclar materiales que lo admiten, apostar por las energías renovables, apoyando posturas sostenibles. A la hora de la verdad no se aceptan las reglas del juego a causa del esfuerzo y la renuncia que exige y eso también nos pasará factura. Una buena opción son las energías limpias, mientras no logren satisfacer las necesidades energéticas del grosso monto de los ciudadanos de a pie hay que simultanearlas, ya se sabe, pero es positivo caminar en esa dirección. No; no voy de marisabidilla, no tengo soluciones en el bolsillo, pero sé que el tema es lo suficientemente complejo como para no pendenciar ni por asomo la inmortalidad. Un llamamiento a la cordura me permito hacer. La visión escéptica ha guiado y guiará mis pasos por el camino de la prudencia y la reflexión. Luchar por un mundo mejor, si acaso, esforzándonos para dar lo mejor de nosotros mismos. Un mundo tenemos, una Tierra. Aún no hemos aprendido a reinaugurar la vida desaprendiendo la guerra.
Merece un planteamiento, vamos a ver: recorrido el camino qué nos espera, ¿la continuidad de los géneros, de verdad? Puntos suspensivos. La naturaleza es sabia, dejémosla discurrir por su cauce. El sello de la permanencia le imprime ella de forma tan selectiva como restrictiva en ciertos privilegiados organismos como la rata topo; una criatura subterránea más fea que Picio que no envejece, no sufre ni padece cáncer, es insensible al dolor y… ¡aguanta sin oxígeno hasta treinta minutos! o en la Turritopsis Nutrícola, que revierte su estructura de medusa adulta a medusa joven pudiendo completar el ciclo vital una y otra vez. Las archifamosas células HeLa: cultivan una historia humana muy real, sin precedentes. Según los que saben de esto, autorizados biólogos y especialistas del gremio han salvado y salvarán muchas vidas, bendita sea ella y su aporte casual a la humanidad. Una sola puntuación a aquellos iluminados de egocentrismo que afirman que esta mujer sigue viva; que no
haya equívocos: Sorpresivamente, contra toda lógica sus células se mantienen activas. Vale. Pero su dueña, Henrietta Lacks, murió. Son los elegidos, biológicamente programados para eso. Cuando definitivamente no es así, pretender evitar lo inevitable luchando contra natura propone un atentado hacia el ser más supremo de la creación, que es el hombre. La consigna es ineludible: nacer, crecer, multiplicarse y morir. Al desarrollar métodos artificiosos y forzados elaboramos en realidad a veces un mensaje de autoagresión. La perfección del ser humano nos hemos puesto a querer anclar sin tener siquiera las piezas disponibles para su ensamblaje. Desencriptar las claves biológicas y sus entresijos escapa a todo control y posibilidad, es inasible la complejidad idiosincrásica del ser humano. Menos aún conseguir que deje de ser mortal. El mismo instinto de conservación que ha inducido al hombre a la persecución de la inmortalidad debe conducirle a la asunción de la mortalidad aceptándola como hecho natural y necesario, como garante de continuidad de la evolución de las especies y sus géneros.
Ocurre al parecer, que, perseguir utopías en el escenario social avieso de desahucios, recortes, desempleo rampante, crisis económica o corrupción política en que nos desenvolvemos parece plegarse a nuestras necesidades e insatisfacciones subyacentes. Y no se circunscribe dicha superstición a la era contemporánea, no. Desencantar casas, mansiones y palacios nos encanta. En gravar psicofonías, cazar fantasmas o avistar ovnis dibujándolos en el aire para hacer creer que existen nos empeñamos; dilucidar ritos satánicos, abducciones, fenómenos paranormales, cazar brujas y fabricar leyendas que acabamos creyendo nos embelesa. La alquimia, el tesoro de los Templarios o la búsqueda de El Dorado fueron y son causas perdidas por invención, causas imposibles.
La historia, lo sabemos bien, está plagada de pretensiones visionarias que el afán obtuso y torpe de unos pocos ha perseguido infructuosamente por los siglos de los siglos. La milagrosa píldora del adelgazamiento no hemos sido capaces de fabricar –y estamos pendenciando una que nos perpetúe- . La persecución de la inmortalidad pretende, quizá, poner el broche de oro a esta caterva imposible. La Sabana Santa es un ángel caído desde que se vio rociada de carbono catorce, otro ejemplo. De haber creado metamateriales que nos harán invisibles presume la nanotecnología, la teletransportación han querido vendernos desde la mecánica cuántica, la tecnología avanza más deprisa que el reloj y ya se habla de un universo multidimensional siguiendo la estela de la teoría de Cuerdas. Se intuye catártico. Nos quita el sueño quitarnos años, la perfección de un cuerpo diez nos perturba, qué soberano aburrimiento, que la imperfecta perfección nos acompañe. Sin colorantes ni conservantes. La imaginación y la fantasía en el arte están muy bien; y en los sueños se descuelgan oportunas. En la literatura, el cine, la televisión y la prensa. Juguemos a imaginar, es sólo un juego. En la película Los Otros los personajes no envejecen, sometidos a la tortura de sufrir su muerte de tanto en tanto. O sea: morir, resucitar, volver a morir… Uff, Dios nos libre… si le dejamos. En Los inmortales, coproducción Reino Unido- Estados Unidos, del director Russel Mulcahy los protagonistas tienen una sola forma de morir, decapitados por alguno de su raza. Sujetos a la maldición sólo sobrevive Connor MacLeod; el bien y el mal no es la primera vez que se ven las caras. Entrevista con el Vampiro proyecta la eternidad en el más acá con su cara y su cruz, es verdad que puede ser un don o un castigo. No olvidemos el final de Sauron, de los Elfos en la Tierra Media. Tiene su moraleja también. En La Vida Eterna habla Fernando Savater de las creencias religiosas como un soporte para la inmortalidad, o sea, La vida eterna en el más allá. Y es lo más sensato y lógico. La inmortalidad para los dioses, ellos tienen la potestad natural de tal don, omnipotentes, omnipresentes y tan buenos, tan santos y duraderos todos, por eso no son de carne y hueso. La religión católica dice que hay que alcanzar la otra vida, la del Paraíso Celestial para eternizarnos. Paradoja irresoluble: si esquivamos la mortalidad no alcanzamos el más allá. De la reencarnación hablan otras creencias agarradas a un clavo ardiendo. Incluso los mejores autores de música clásica han sabido manejar brillantemente la ambigüedad entre sus faldas creando en sus composiciones esa atmósfera de muerte en la vida y vida en la muerte quedando ambas anexionadas a modo de quark. El taoísmo adora a Los Ocho Inmortales, un grupo de deidades de la mitología china según la cual existieron terrenalmente practicando las técnicas de la alquimia y los métodos de la perpetuidad. Los humanos aspiramos, si acaso, a la salvación del alma al quedar liberada del cuerpo, ya se lo dijo Platón a Felón en sus Diálogos. O como viene a querer indicar la canción de La Oreja de Van Gogh, “Inmortal”, dejémosla para los recuerdos.
No quisiera que la cosa derive en una visión obtusa y cerrada, totalmente errónea porque no es la ideología retrógrada ni agorera que me guía. Comulgo desde siempre con la investigación y el desarrollo y la innovación o cualquier forma de progreso documentado. Sería un desacierto ningunear el esfuerzo de los egresados. Una amplia revisión sociológica, histórica, filosófica y por supuesto científica rellena sustanciosas páginas de grandes teorías cuya proyección fue la práctica maravillosa del adelanto y el bienestar social, gracias a ello vivimos más y mejor. El espíritu de superación lo ha levantado en vilo, se ha conseguido mucho. En un alto porcentaje la ciencia cuenta con especialistas sensatos –aunque se les cuele de vez en cuando algún distorsionador de la realidad- . Cosas que nos parecieron en su época ciencia ficción engrosan hoy un racimo de realidades y postulaciones axiomáticas. Que no decaiga. Hemos descompuesto el átomo, se ha desentrañado lo grande y lo pequeño de la materia, hemos cazado –según dicen- la Partícula Divina; logros cercanos, asequibles desde el esquema infatigable de las mentes más inquietas: tuvimos la máquina de vapor, la electricidad, la penicilina, la pólvora el ADN… Y así hasta el infinito y sus aledaños. Nuevos estados entresacamos a la materia, supimos forjar la escritura la rueda el fuego y la imprenta; volamos –en avión- , hemos pisado la Luna. Y si llegamos a la proeza de las impresoras 3D… Que no decaiga digo reiterativa. Es al delírium tremen a lo que doy un toque de atención, que no se vayan las cosas de la mano.
Diferenciando entre privilegios terrestres y celestiales, aquí y ahora, hemos de condicionarnos a los de la madre patria. Ya vendrán en el otro mundo la vida eterna y esas cosas si tienen que venir. Abarcando la visión de conjunto la hemos alcanzado ya; lo reveló Lucio Apuleyo: “Uno a uno todos somos mortales, juntos somos eternos”.
Mari Carmen Caballero Álvarez
La ciencia, la ética y la misma vida han de mirarse en el mismo espejo. La función es ergonómica. Portadora de un escepticismo que se acentúa con los años, hago un llamamiento a la cordura. Con el debido respeto que la cosa merece y toda la consideración del mundo hacia las personas fielmente entregadas lo digo. Lo que ha creado el hombre que no lo destruya el hombre. La cultura humana se ha construido paulatinamente, a fuego lento como los guisos de la abuela ha logrado la tribu evolucionar y hacerse a sí misma. No involucionemos ahora, por lo tanto, frenándola al pretender la imposible inmortalidad y sus consecuencias poderosamente agresivas. Cada vez que hablamos de clonación humana -la secta Raelian la persigue de noche y de día- , eterna juventud, vencer el envejecimiento y sus estragos, ser delgados y esbeltos porque los cánones sociales así lo dictaminan, burlar con métodos perniciosos a la enfermedad o perseguimos la perennidad y otras aberraciones asestamos en realidad un hachazo a nuestros orígenes y las infalibles técnicas evolutivas de supervivencia, que es el inestimable bagaje con el que la naturaleza supo obsequiarnos. Que la sensatez humana le gana el pulso a las fantasmagorías quiero pensar; a la clonación terapeútica y animal hubo que condicionarse, y menos mal. Alterando el ciclo vital de las especies, el desequilibrio biológico está servido. Mejor dejar discurrir las cosas por su cauce natural sabiamente marcado.
La inmortalidad no existe, por muchos que sean los chamanes brujos y artistas de bolsillo que la pendencien. Ni sus ineficaces conjuros ni sus espesos brebajes posibilitarán lo imposible. No va a existir ni se inventará ni podrá descubrirse nunca. Y va a ser así por los siglos de los siglos porque las sabias leyes de la Madre Naturaleza lo impiden. Declararle la guerra, por lo tanto, a la muerte es ocuparse de la destrucción del entorno, y eso equivale al autodestruimiento del ser que ostenta la hegemonía suprema que sobre él reina. Sin biosfera no hay biodiversidad y sin esta no hay evolución.
O mejor dicho, volviéndonos eternos en dos días el aforo planetario se desborda y eso si que es un problema problemón. Al menos en la especie humana habría que tomar medidas perentorias para frenar el imparable infesto de personas y sus estragos. Está claro: sería peor el remedio que la enfermedad. Ni todas las crisis de todos los países juntos ni los más altos índices de paro ni los recortes salariales o institucionales lo igualarían.
En el hipotético e improbable caso, alcanzada la inmortalidad estaríamos sin ningún lugar a dudas ante un dilema de magnitudes irresolubles. Por los cuatro puntos cardinales. No habría por donde cogerlo. ¿Cómo sobrevivir? ¿Por dónde empezar a paliar los estragos de un mundo que crece descontrolado a consecuencia de la manipulación técnica y camicace asociada a los seres vivos que lo integran, más exactamente del Ser Supremo que corona la tribu? Merece un serio planteamiento, contar hasta diez. Veamos si de verdad estamos buscando soluciones factibles a un bienestar humano, social y animal o estamos cavando nuestra propia tumba, si no será la nuestra una conducta temeraria. El caos desde luego, sin un estricto control de natalidad estaría servido. Ni la tercera guerra mundial ni la pena de muerte ni restaurar la inquisición ni la muerte accidental o los desastres naturales compensarían la balanza. El desequilibrio biológico sería irremediable. Por mucho que hubiera cáncer, sida o irrumpieran los cruzados. Nada. Ni creando formaciones de bárbaros matando a diestro y siniestro otra vez. Nada. Seguiríamos siendo muchos. Y es que los recursos naturales no darían más de sí. Gaia, agotada sería el infierno, el mismísimo infierno.
De las epidemias a las endemias y de ahí a las pandemias mundiales. Sin perder de ojo el canibalismo, claro, eso está ahí.
A este paso la vamos a tener que clonar a ella para tener repuesto. El hambre caminando con botas de siete leguas traería la violencia, la violencia la guerra y la guerra el crimen. La lista de estragos puede ser infinita. Destruido lo construido habría que construir lo destruido –si se puede-. Y eso, ¡ojo! no sería la inmortalidad sino la mortalidad torpe y obtusamente acelerada. Algo hemos hecho mal, diría más de uno. Demasiado tarde. La impronta humana en el planeta Tierra es indeleble, No empeoremos las cosas arrojando piedras a nuestro propio tejado. Aconsejable es centrar el distintivo de seres inteligentes en la posible empresa de no volverlo inhabitable acogidos al desarrollo sostenible. Existen en el mundo miles, millones de cuestiones reales y perentorias en lista de espera. Algunas, es cierto –el hambre sin ir más lejos- no admiten demora. El principio de conservación ha de presidir el centro neurálgico de nuestra imaginación, edificar la zona cero de nuestro cerebro. Pensemos algo más participativos en reciclar materiales que lo admiten, apostar por las energías renovables, apoyando posturas sostenibles. A la hora de la verdad no se aceptan las reglas del juego a causa del esfuerzo y la renuncia que exige y eso también nos pasará factura. Una buena opción son las energías limpias, mientras no logren satisfacer las necesidades energéticas del grosso monto de los ciudadanos de a pie hay que simultanearlas, ya se sabe, pero es positivo caminar en esa dirección. No; no voy de marisabidilla, no tengo soluciones en el bolsillo, pero sé que el tema es lo suficientemente complejo como para no pendenciar ni por asomo la inmortalidad. Un llamamiento a la cordura me permito hacer. La visión escéptica ha guiado y guiará mis pasos por el camino de la prudencia y la reflexión. Luchar por un mundo mejor, si acaso, esforzándonos para dar lo mejor de nosotros mismos. Un mundo tenemos, una Tierra. Aún no hemos aprendido a reinaugurar la vida desaprendiendo la guerra.
Merece un planteamiento, vamos a ver: recorrido el camino qué nos espera, ¿la continuidad de los géneros, de verdad? Puntos suspensivos. La naturaleza es sabia, dejémosla discurrir por su cauce. El sello de la permanencia le imprime ella de forma tan selectiva como restrictiva en ciertos privilegiados organismos como la rata topo; una criatura subterránea más fea que Picio que no envejece, no sufre ni padece cáncer, es insensible al dolor y… ¡aguanta sin oxígeno hasta treinta minutos! o en la Turritopsis Nutrícola, que revierte su estructura de medusa adulta a medusa joven pudiendo completar el ciclo vital una y otra vez. Las archifamosas células HeLa: cultivan una historia humana muy real, sin precedentes. Según los que saben de esto, autorizados biólogos y especialistas del gremio han salvado y salvarán muchas vidas, bendita sea ella y su aporte casual a la humanidad. Una sola puntuación a aquellos iluminados de egocentrismo que afirman que esta mujer sigue viva; que no
haya equívocos: Sorpresivamente, contra toda lógica sus células se mantienen activas. Vale. Pero su dueña, Henrietta Lacks, murió. Son los elegidos, biológicamente programados para eso. Cuando definitivamente no es así, pretender evitar lo inevitable luchando contra natura propone un atentado hacia el ser más supremo de la creación, que es el hombre. La consigna es ineludible: nacer, crecer, multiplicarse y morir. Al desarrollar métodos artificiosos y forzados elaboramos en realidad a veces un mensaje de autoagresión. La perfección del ser humano nos hemos puesto a querer anclar sin tener siquiera las piezas disponibles para su ensamblaje. Desencriptar las claves biológicas y sus entresijos escapa a todo control y posibilidad, es inasible la complejidad idiosincrásica del ser humano. Menos aún conseguir que deje de ser mortal. El mismo instinto de conservación que ha inducido al hombre a la persecución de la inmortalidad debe conducirle a la asunción de la mortalidad aceptándola como hecho natural y necesario, como garante de continuidad de la evolución de las especies y sus géneros.
Ocurre al parecer, que, perseguir utopías en el escenario social avieso de desahucios, recortes, desempleo rampante, crisis económica o corrupción política en que nos desenvolvemos parece plegarse a nuestras necesidades e insatisfacciones subyacentes. Y no se circunscribe dicha superstición a la era contemporánea, no. Desencantar casas, mansiones y palacios nos encanta. En gravar psicofonías, cazar fantasmas o avistar ovnis dibujándolos en el aire para hacer creer que existen nos empeñamos; dilucidar ritos satánicos, abducciones, fenómenos paranormales, cazar brujas y fabricar leyendas que acabamos creyendo nos embelesa. La alquimia, el tesoro de los Templarios o la búsqueda de El Dorado fueron y son causas perdidas por invención, causas imposibles.
La historia, lo sabemos bien, está plagada de pretensiones visionarias que el afán obtuso y torpe de unos pocos ha perseguido infructuosamente por los siglos de los siglos. La milagrosa píldora del adelgazamiento no hemos sido capaces de fabricar –y estamos pendenciando una que nos perpetúe- . La persecución de la inmortalidad pretende, quizá, poner el broche de oro a esta caterva imposible. La Sabana Santa es un ángel caído desde que se vio rociada de carbono catorce, otro ejemplo. De haber creado metamateriales que nos harán invisibles presume la nanotecnología, la teletransportación han querido vendernos desde la mecánica cuántica, la tecnología avanza más deprisa que el reloj y ya se habla de un universo multidimensional siguiendo la estela de la teoría de Cuerdas. Se intuye catártico. Nos quita el sueño quitarnos años, la perfección de un cuerpo diez nos perturba, qué soberano aburrimiento, que la imperfecta perfección nos acompañe. Sin colorantes ni conservantes. La imaginación y la fantasía en el arte están muy bien; y en los sueños se descuelgan oportunas. En la literatura, el cine, la televisión y la prensa. Juguemos a imaginar, es sólo un juego. En la película Los Otros los personajes no envejecen, sometidos a la tortura de sufrir su muerte de tanto en tanto. O sea: morir, resucitar, volver a morir… Uff, Dios nos libre… si le dejamos. En Los inmortales, coproducción Reino Unido- Estados Unidos, del director Russel Mulcahy los protagonistas tienen una sola forma de morir, decapitados por alguno de su raza. Sujetos a la maldición sólo sobrevive Connor MacLeod; el bien y el mal no es la primera vez que se ven las caras. Entrevista con el Vampiro proyecta la eternidad en el más acá con su cara y su cruz, es verdad que puede ser un don o un castigo. No olvidemos el final de Sauron, de los Elfos en la Tierra Media. Tiene su moraleja también. En La Vida Eterna habla Fernando Savater de las creencias religiosas como un soporte para la inmortalidad, o sea, La vida eterna en el más allá. Y es lo más sensato y lógico. La inmortalidad para los dioses, ellos tienen la potestad natural de tal don, omnipotentes, omnipresentes y tan buenos, tan santos y duraderos todos, por eso no son de carne y hueso. La religión católica dice que hay que alcanzar la otra vida, la del Paraíso Celestial para eternizarnos. Paradoja irresoluble: si esquivamos la mortalidad no alcanzamos el más allá. De la reencarnación hablan otras creencias agarradas a un clavo ardiendo. Incluso los mejores autores de música clásica han sabido manejar brillantemente la ambigüedad entre sus faldas creando en sus composiciones esa atmósfera de muerte en la vida y vida en la muerte quedando ambas anexionadas a modo de quark. El taoísmo adora a Los Ocho Inmortales, un grupo de deidades de la mitología china según la cual existieron terrenalmente practicando las técnicas de la alquimia y los métodos de la perpetuidad. Los humanos aspiramos, si acaso, a la salvación del alma al quedar liberada del cuerpo, ya se lo dijo Platón a Felón en sus Diálogos. O como viene a querer indicar la canción de La Oreja de Van Gogh, “Inmortal”, dejémosla para los recuerdos.
No quisiera que la cosa derive en una visión obtusa y cerrada, totalmente errónea porque no es la ideología retrógrada ni agorera que me guía. Comulgo desde siempre con la investigación y el desarrollo y la innovación o cualquier forma de progreso documentado. Sería un desacierto ningunear el esfuerzo de los egresados. Una amplia revisión sociológica, histórica, filosófica y por supuesto científica rellena sustanciosas páginas de grandes teorías cuya proyección fue la práctica maravillosa del adelanto y el bienestar social, gracias a ello vivimos más y mejor. El espíritu de superación lo ha levantado en vilo, se ha conseguido mucho. En un alto porcentaje la ciencia cuenta con especialistas sensatos –aunque se les cuele de vez en cuando algún distorsionador de la realidad- . Cosas que nos parecieron en su época ciencia ficción engrosan hoy un racimo de realidades y postulaciones axiomáticas. Que no decaiga. Hemos descompuesto el átomo, se ha desentrañado lo grande y lo pequeño de la materia, hemos cazado –según dicen- la Partícula Divina; logros cercanos, asequibles desde el esquema infatigable de las mentes más inquietas: tuvimos la máquina de vapor, la electricidad, la penicilina, la pólvora el ADN… Y así hasta el infinito y sus aledaños. Nuevos estados entresacamos a la materia, supimos forjar la escritura la rueda el fuego y la imprenta; volamos –en avión- , hemos pisado la Luna. Y si llegamos a la proeza de las impresoras 3D… Que no decaiga digo reiterativa. Es al delírium tremen a lo que doy un toque de atención, que no se vayan las cosas de la mano.
Diferenciando entre privilegios terrestres y celestiales, aquí y ahora, hemos de condicionarnos a los de la madre patria. Ya vendrán en el otro mundo la vida eterna y esas cosas si tienen que venir. Abarcando la visión de conjunto la hemos alcanzado ya; lo reveló Lucio Apuleyo: “Uno a uno todos somos mortales, juntos somos eternos”.
Mari Carmen Caballero Álvarez
No hay comentarios:
Publicar un comentario